Demasiados adjetivos

—Habla, chato.
—Habla, gordito, ¿cómo estás? Oye, ¿has visto a la chata?
—¿Cuál chata? —la que está con el co-fla o la que para detrás del negro?
—La chata, pues... La que me presentaste en el cumpleaños de la gordita...
—¡Ah, esa chata! No, para nada, causa. Desde el tono no sé nada de ella. ¿Por qué, ah?...

¿Te suena familiar? Pues lo es. Vivimos en un país donde las personas parecen no tener nombre y donde los adjetivos a menudo superan la realidad. Pasa en las calles, en todos los barrios, y pasa también en los medios de comunicación que vemos, escuchamos o leemos todos los días. ¿Necesitas ejemplos? Adelante, ve el periódico, prende la radio o el televisor. Pronto lo notarás también. Mira lo que publican:

...Y si alguien quiere todavía más ejemplos, simple: preguntemos: ¿Alguna vez has jugado cualquier cosa... de fútbol a videojuegos, y te han dicho que eres un idiota solo porque fallaste un pase o hiciste un mal movimiento en plena acción? ¿Alguna vez te han dicho estúpido en el colegio o en el trabajo por un error? No te preocupes. A mí también me lo han dicho. Ahora recuerda por un instante cómo te sentiste cuando escuchaste que te decían "eres un idiota", en lugar de escuchar "te equivocaste" y entenderás todo lo que hay que entender en este artículo:

A pesar de que usar adjetivos en muchas circunstancias es de lo más natural del mundo, y principalmente cuando escribes, en las relaciones entre personas los adjetivos no funcionan igual y no siempre es buena idea usarlos.

Tal vez, por la costumbre, no nos damos cuenta; pero muchas veces, cuando usamos un adjetivo sobre una persona, estamos rebajándola. Y esto sí es un problema. Un hombre o mujer puede tener muchas virtudes y defectos, y puedes, desde luego, tener con él o ella un sobrenombre de cariño; pero si el adjetivo deja de ser una expresión de afecto y comienza a convertirse en insulto solapado o burla, la cosa cambia. Aquello deja de ser un simple apodo y deja de estar bien.

Sin mencionar que, al dirigirnos a esa persona con un apodo degradante, estamos indirectamente dando a entender a todos los que nos escuchan que esa persona no es muy digna de respeto que digamos.

Y lo que suele pasar después es que todas esas personas empiezan a llamarle por ese apodo...
Y después de un tiempo esa persona empieza a invitar a otros a que les llamen con ese apodo (Soy Gabriel, pero me dicen 'la Zarigüeya'. Dime 'Zarigüeya' no más.)...
Y lo que sucede después es que el señor es tan conocido como 'la Zarigüeya' en todas partes que ya nadie se entera de que se llamaba Gabriel.

Pero lo curioso del caso es que también aplica directamente para los medios de comunicación y sus efectos sobre nosotros como personas y como sociedad. La próxima que veas un noticiero en televisión, fíjate cómo exageran: Todos los delincuentes son desalmados. Todos los asaltos son a sangre fría. Todas las madres lloran desconsolada o amargamente. Si nos repiten lo mismo una y otra vez, ¿quién puede caminar tranquilo por las calles? Nadie, es lógico. Son demasiados adjetivos.

Demasiados adjetivos...

Si queremos un Perú mejor, pues comencemos de lo más mínimo: Redescubramos el arte de hablarnos con respeto. Llamar a las personas por su nombre (y con una sonrisa, por qué no) no tiene nada de malo. Todo lo contrario, ayuda a que los demás se sientan reconocidos por quienes son y no por sus características (o defectos), y enseña a los demás a respetarlos también.

¿Será posible? Claro que sí. Hablarse con respeto es lo normal en todas las naciones desarrolladas del mundo (y Perú hace años que va en camino a ser una). Escuchar que te hablan con respeto es un derecho que nadie debería nunca pisotear. Déjame decirlo una vez más: nunca. Ni siquiera cuando fallas el penal u olvidas traer ese USB que tiene justo la versión final del trabajo.

¿Imaginas cómo sería el Perú dentro de tres años si comenzamos a hacer eso ahora? Yo sí. Y la verdad, me encanta la idea.

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