La simpleza del semáforo

Hace unos días casi veo a alguien morir. Caminaba con mi madre; íbamos a un restaurante; y en un semáforo, una señorita pensó que podría cruzar la pista más rápido que los carros. La distancia era arriesgada, en realidad. Yo la hubiera pensado dos veces: Venía una impredecible combi, que probablemente se detendría en el paradero; y pero venían también cuatro autos, aunque estaban a más de tres cuartos de cuadra. ¿Sobrado cruzaba? Yo hubiera esperado que pasen dos autos más cuando menos, pero ella no pensó lo mismo.

Cruzó. Seis segundos después, estaba a mitad de la avenida cuando uno de los autos, que venía a velocidad media, detrás de la combi, giró a la izquierda y aceleró para intentar adelantar al vehículo de transporte público. Quedó directamente frente a la chica y con suficiente velocidad como para pasarle por encima sin piedad o misericordia. Estaba, es más, a cuatro metros de ella para aquel momento. Lo lógico hubiera sido regresar sobre sus pasos hasta la mitad de la pista para dejar pasar el auto. Pero en la vida no hay lógica a veces. Como si fuera parte de una película, el miedo le paralizó las piernas mientras, junto a mí, en la vereda, mamá giró el rostro exclamando: «¡Dios mío! ¡La matan! ¡Dios!, ¡Dios!, ¡Dios!». Yo me quedé mirando. Era una situación intensa.

Para suerte de todos, y principalmente de ella, el señor que manejaba el auto tenía un vehículo con buenos frenos. Podría decirse que pisó el pedal con furia porque dos segundos después, el auto estaba totalmente detenido a unos cuarenta centímetros de una mujer de menos de veinticinco años que, entregada a su suerte, estaba echada en el piso esperando que las tres toneladas de un auto a setenta kilómetros por hora le pasaran por encima. El semáforo cambió a rojo y los pocos peatones que estábamos presentes, atestiguando el hecho, pudimos cruzar. Mamá se acercó a la chica, le preguntó si estaba bien y la ayudó a pararse. Yo me sorprendí de su gesto. A mí me hubiera dicho de la A a la Z por imbécil, idiota, estúpido e imprudente; pero ella, a diferencia de mí, ella sí estuvo verdaderamente a punto de morir y había que mostrar piedad. Cuando la mujer se puso de pie, temblaba. Imagina una porción de gelatina en un sismo de grado seis o siete en la escala de Mercalli y podrás hacerte una idea de cuánto temblaba. El señor que manejaba el auto había bajado también para entonces. «¿Estás bien?», le pregunto. Ella dijo que sí, nerviosa, antes de pedir perdón, avergonzada. Terminó de cruzar con mi madre del brazo. El señor que manejaba el auto le dijo algo, aunque no logré escucharle. Luego volvió al auto y continuó su camino.

Mamá llevó a la señorita a un café que quedaba a media cuadra del lugar. Compró un vaso de chicha morada fría. Se lo dio. La abrazó, le acarició el cabello, tenía que hacerle sentir que ya todo había pasado y que ahora las cosas iban a estar bien. Madre es madre, sin duda, incluso cuando la que sufre no es tu hija. Estuvo con ella unos cinco minutos, mientras yo la miraba con cara de deja a esa zonza esa allí y vamos a almorzar, por favor, que me muero de hambre. Pero madre es madre y la mía no se separó de ella hasta que estuvo tranquila. Entonces, y solo entonces, le dijo adiós y nos fuimos a almorzar.

Si hoy cuento esta historia es porque, para tener un Perú mejor, sería bueno que comencemos a valorar la utilidad de las leyes. Fueron creadas para protegernos, no para fastidiarnos. Fueron creadas para evitar que ingresen sustancias tóxicas a nuestros alimentos, para evitar que ingenieros ineptos construyan puentes que se caigan y para evitar que, entre tantas otras cosas, la gente muera atropellada en la pista.

La simpleza del semáforo parece engañosa a veces, pero permite que las calles sean más ordenadas y seguras. Hazle caso.

Hasta la próxima.

Esta página web usa cookies.